Terminó el sexenio de López Obrador, no uno de los más polémicos, sino el más polémico de la historia(al menos de la historia reciente). Es normal que al término de un gobierno, se dividan opiniones respecto al funcionamiento del mismo: la oposición critica, el oficialismo defiende, nada nuevo y nada de qué sorprenderse. Pocas veces vemos lo contrario, es decir, que la oposición reconozca aciertos, y que el oficialismo haga autocrítica. Aún no llegamos a esos niveles de democracia, nos hace falta mucha cultura política todavía. Repito, es normal que unos defiendan y otros critiquen, pero lo que se vivió en el país en estos seis años (y antes si consideramos la campaña de 2018 y los años previos), fue realmente surrealista, salió de los niveles de “normalidad”, veamos:
El país se encuentra polarizado, dividido, literalmente, entre: los que aman y defienden a capa y espada a AMLO y entre los que lo critican al grado de detestarlo. Mucha de esa polarización la generó el propio López Obrador desde que buscó por tercera vez la presidencia de la República. Si recordamos, en 2012, hablaba de una “República amorosa”, de “reconciliación”, el discurso entre líneas parecía ser: “me robaron en 2006, pero no importa, estoy dispuesto a olvidarlo y ver hacia adelante”. El resultado lo conocemos todos: perdió por segunda vez; obtuvo casi los mismos votos que en 2006, conservó su clientela política (sus fans), pero no convenció al resto del electorado.
Poco después, su discurso cambió. Ya no habló más de reconciliación, sino de “la mafia del poder”, de los conservadores y de los traidores a la patria. Fue entonces cuando planteó la dicotomía: ¿De qué lado estás? ¿Del lado de los corruptos o “del lado correcto de la historia”? Un planteamiento muy mañoso porque, el no simpatizar con él, NO significaba ser corrupto, pero él así lo planteó: “estás conmigo o estás contra mí” y así se quedó, esa fue la constante.
Es curioso que en esas invitaciones para “pasarse del lado correcto de la historia”, varios personajes impresentables, con mucho olfato político (eso sí) decidieron jugársela con Andrés Manuel y fueron “redimidos” de sus anteriores pecados políticos: Manuel Bartlett, Napoleón Gómez Urrutia, Manuel Velasco, José Murat, Manuel Espino, y un largo etcétera de políticos que anteriormente eran defenestrados por la militancia de Morena, ahora eran aceptados porque su líder los había redimido. “Ya se portan bien” -dijo en alguna de sus mañaneras- y todas sus huestes lo aceptaron sin refutar.
Esa fue una de las características más asombrosas de AMLO: la capacidad de convertir en dogma, todo lo que predicaba. Es impresionante ver el culto que le profesan sus seguidores, al grado de creer y obedecer a ciegas, todo lo que decía. Por eso, no es exagerado afirmar que se conducen más como una secta religiosa, que como movimiento político (y hay evidencia para comprobarlo).
Cosas que jamás le habrían perdonado a otro presidente u otro político, si lo hacía o decía AMLO, era rápidamente justificado. De ahí surgió el término de “maromas”, para hacer referencia a los muchos esfuerzos que tenían que hacer sus seguidores para tratar de defender los errores del presidente.
Si Peña Nieto hubiera liberado a Ovidio..
Si Calderón hubiera saludado a la mamá del Chapo…
Si Fox hubiera impuesto a sus hijos en el PAN…
Si Zedillo hubiese incrementado la deuda…
Si Salinas hubiera pedido el voto a favor de su partido…
Si cualquiera de ellos hubiese desacatado un fallo judicial, o se hubieran atrevido a decir: “No me vengan con que la ley es la ley”, todos sabemos cómo habría reaccionado la gente que hoy se identifica con Andrés Manuel. La pregunta es: ¿por qué a él le perdonan todo, le creen todo y le justifican todo?
La respuesta no es sencilla, es digna de un análisis sociológico. He visto a las mejores mentes de mi generación, defender cosas indefendibles de AMLO: la reforma judicial, la militarización de la Guardia Nacional, el fracaso del INSABI, el fraude de Segalmex, la cooptación de los otros poderes, la desaparición de los Organismos constitucionales, la farsa de la rifa del avión, el capricho del tren maya, dos bocas, el Instituto para Devolverle al Pueblo lo Robado (sic), la “Mega farmacia”, que somos como Dinamarca, y un sinnúmero de ocurrencias a costa del erario, que parecen no importarle a quienes lo apoyaron, a quienes lo llevaron al triunfo. En un país democrático se le cuestionaría y reprocharía a un gobernante que se ha alejado de sus promesas de campaña, o que ha desvirtuado su ideología. En México no. Los seguidores de Andrés Manuel actúan igual que los priistas del siglo XX, que tenían prohibido criticar al presidente. Sin embargo, la diferencia estriba en que los tricolores parecían actuar por disciplina y una mal entendida institucionalidad; los amloístas actúan por fanatismo, es decir, le creen todo y no son capaces de aceptar un mínimo error. Desprovistos de racionalidad crítica. Terrible.
Quizá una respuesta a este comportamiento esté en las constantes confrontaciones de AMLO y en remarcar su dicotomía de “buenos y malos”. La gente que lo sigue, realmente cree que son los salvadores del país y que quienes no lo apoyamos, estamos en contra de México. Eso genera enojo, división, bandos; y una persona enojada no es capaz de razonar adecuadamente. Una persona enojada en una discusión no acepta errores, por el contrario, está a la defensiva, contraataca porque se siente atacado. Entonces las discusiones dejan de ser dialécticas, no se trata de ver quién tiene la razón, sino de imponer la verdad propia.
Por eso a Andrés Manuel le convino tanto que la gente estuviera enojada, dividida, porque así podía disfrazar sus errores y los envolvía de “ataques de los conservadores”, y la gente que lo seguía, se lo creía y lo defendían.
Esa polarización le hizo mucho daño al país. López Obrador ya se fue (o al menos eso dijo) pero dejó un país dividido y confrontado. Ese quizá sea el principal reto y el más inmediato, que debería atender la nueva presidenta. Tendrá que decidir si actúa como una auténtica Jefa de Estado, o como una dirigente política como su antecesor. Ella tiene en sus manos la posibilidad de pasar a la historia como la LÍDER que unió al país, o como la monarca del Segundo Imperio de “los otros datos”. Veremos…
Fanatismo: Apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones, especialmente religiosas o políticas. Intransigencia, intolerancia, obstinación, extremismo, radicalismo, sectarismo, exacerbación, exaltación, incondicionalidad. (RAE).