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¡No me quiten mi dolor!

¡No me quiten mi dolor!
¡No me quiten mi dolor!

En un mundo que a menudo nos insta a buscar la felicidad a toda costa, a esquivar el dolor y las emociones difíciles, surge una resistencia silenciosa que clama: ¡No me quiten mi dolor! Es hora de abrazar la complejidad de nuestras experiencias, tanto físicas como emocionales, desde una perspectiva que celebra el poder transformador del dolor.

Mientras escribo esta columna recuerdo pasajes de mi vida en dónde me he sentido rota, herida, dolida y las muchas veces que alguien en ese no saber qué hacer con mi dolor ha intentado arrebatarlo, cuando la única manera de sanarlo es atravesarlo.

Nos enseñan desde temprana edad a huir del dolor, a buscar soluciones rápidas para aliviar nuestras heridas. Sin embargo, ¿qué sucede cuando nos privamos de nuestro dolor? ¿Cuándo permitimos que otros intentan arrebatarnos nuestras penas? La respuesta es simple: nos despojamos de una parte esencial de nuestra humanidad y resistencia.

Cuando otros tratan de quitarnos el dolor, a menudo es porque no saben qué hacer con él. Pero debemos recordar que la única manera de salir del dolor es atravesarlo. El dolor es un maestro paciente que espera a que estemos listos para enfrentarlo. Negarnos a sentirlo solo prolonga el inevitable encuentro.

El duelo, ya sea por una pérdida física o una herida emocional, no es un proceso lineal. Es un viaje de altibajos, de lágrimas y suspiros, pero también de reconstrucción y resiliencia. Querer quitarnos el dolor es como negarnos el derecho a aprender de la vida, a entender que a través de las lágrimas cultivamos una fortaleza que solo puede surgir de enfrentar nuestras propias sombras.

El dolor no llega para debilitarnos, sino para darnos lecciones de manera ruda y directa. Es en la oscuridad del dolor donde descubrimos nuestra verdadera fortaleza. Cada experiencia dolorosa, física o emocional, es una oportunidad para crecer, aprender y empoderarnos.

La sociedad nos ha dicho que mostrar dolor es una señal de debilidad, pero en realidad, es una prueba de nuestra autenticidad. Al negar el dolor, nos despojamos de nuestra autenticidad y perpetuamos un ciclo de represión emocional que afecta a generaciones enteras.

Debemos comprender que el dolor no viene para debilitarnos; viene para fortalecernos. Es un recordatorio de nuestra capacidad de resistir, adaptarse y florecer incluso en los momentos más oscuros. En lugar de temer al dolor, abracémoslo como una oportunidad de crecimiento y transformación.

Así que, la próxima vez que alguien intente quitarte tu dolor, recuerda que el duelo es un acto de amor propio. Dejemos que el dolor nos enseñe, que nos guíe, y que, finalmente, nos haga más fuertes y más sabias. Porque, paradójicamente, la única manera de salir del dolor es a través del dolor.

Hoy vivo atravesando mi duelo, viéndole la cara de frente y aunque hay meses que parece que ya no está, hay días de enero que me lo recuerdan, pero ya no dejo que nadie me lo invalide, así que nos leemos en la siguiente columna con más camino andado y más proceso avanzado.

¡No me quiten mi dolor!

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