En esta sociedad donde la violencia está presente a la orden del día, ser víctima implica un desgaste físico, emocional y económico. Con un privilegio que pocas personas y en especial las mujeres, tenemos.
Durante los últimos días he pensando en el famoso intelectual, Boaventura de Sousa Santos, separado de su cargo tras denuncias de acoso sexual. Y me atraviesa porque como activista, feminista y académica ha sido referencia de muchas de las investigaciones en el campo.
Y mientras veía la película en Netflix de “Luckiest Girl Alive”, en donde la protagonista debe denunciar lo que sucedió en su infancia. Una violencia que no podría haber hecho sino fuera desde el privilegio. De ahí que conectando un caso con otro, la denuncia y el poder que tenga, sí se hace desde el privilegio.
Más allá de pensar quiénes son nuestros agresores, esta columna tiene la necesidad de pensar quiénes somos cómo víctimas. Cuáles son los privilegios y recursos con los que contamos y sobre todo que el reto de toda sociedad es colocar en el centro las necesidades de la persona directamente afectada.
Se nos ha olvidado que la denuncia implica tiempo, dinero, esfuerzo, acompañamientos y sobre todo quiénes somos y dónde estamos paradas cuando denunciamos. Porque seamos honestos, no es lo mismo que una mujer blanca y privilegiada denuncie una violación que una trabajadora sexual. Tampoco será lo mismo que una académica con alto rango lo haga que una estudiante que no tiene nombre ni espacio en la academia.
Entonces, ¿por qué les exigimos tanto a las víctimas que usen el poder de la denuncia? Si ese poder es también un privilegio al cuál no tienen acceso. Muchas víctimas no denuncian a las autoridades, debido a una falta de confianza en ellas y un sentido de desesperanza por la impunidad que se presenta y el miedo a las represalias.
Se nos pide y exige denunciar como si fuera tan sencillo tener tiempo, dinero, acompañamiento, no todas contamos con los recursos que implican el privilegio de denunciar.
La denuncia no es una obligación, es un derecho que se puede ejercer. Pero también debe entenderse que esa denuncia conlleva un impacto emocional que los procesos de denuncia implican y que nuevamente recalco, van desde un desgaste físico, emocional y económico. Este recae principalmente en la víctima y sus redes de apoyo y la denuncia de ninguna manera debería condicionar a las sobrevivientes con respecto al acceso a sus derechos. Tal cual lo estipula la normativa para la protección a los derechos de las víctimas.
A veces deberíamos bajarnos de nuestro pequeño ladrillo de privilegio para recordar que las víctimas no le deben nada a nadie. Mucho menos la exigencia de su denuncia. Que basta ya de señalamientos que los Estados son los únicos que están en la obligación de proteger los derechos de todas las personas. Esto implica prevención de delitos, de ataques y de violencia. Castigos eficientes a quienes la justicia declare culpables de la comisión de un delito y protección a las víctimas de todo tipo de crimenes.
Así que mientras usted bebe su café carisimo y se pregunta por qué no denunciamos, recuerde que el señalamiento debe dejar de ser para las victimas. Debe empezar a ser para nuestros gobernantes, que dicho sea de paso, ya mucho nos están debiendo.
Nos leemos en la siguiente columna.